LA
MOSCA SOBRE EL CRISTAL
¿No te ha pasado alguna vez alguna cosa
extraña que te haga plantearte cosas? A mi si. Me despierto todas las noches a
las 4 y 20 de la madrugada, independientemente de la hora a que me acueste,
como si tuviera un reloj mental puesto a esa hora. Estaba soñando
A veces me hubiera gustado crear una
obra maestra con la que pasar a la posteridad, haber sido un genio como Miguel Ángel,
o como Da Vinci, de quienes hasta sus esbozos son considerados obras maestras.
Pero la vida me llevó por otros caminos y no hubo oportunidad. Sin embargo,
desde pequeño tuve un don, una especie de sexto sentido que me daba la ventaja
de conocer las cosas que no estaban a la vista de todos. Y por eso me hice
policía. Pensaba que podía utilizar ese don para luchar contra los malos, hacer
de este mundo un lugar un poco mejor. Sin embargo, fallé. Perdí la placa, el
trabajo y el respeto de mis compañeros. Ahora me toca malvivir encontrando a
gente desaparecida, descubriendo a maridos infieles, o destapando algún fraude
al seguro sanitario. Bueno, de algo hay que vivir. El oficio de detective
privado no deja de ser un trabajo como cualquier otro. Aunque no sé a quien
quiero engañar.
Eso don me dio la oportunidad de
predecir acontecimientos, de forma general, nada concreto, pero suficiente como
para plantearme una vida tranquila y sin sobresaltos. Sin embargo, las cosas no
terminan de salir como uno quiere. Hay espinas que son difíciles de extraer y
aunque lo consigas, dejan una cicatriz que te recuerda cada vez que la miras todas
aquellas circunstancias que la provocaron. Por mucho que te digan que tienes
que olvidar, dar un giro a tu vida, es imposible, pues esa señal indeleble te
acompaña hasta el fin de tus días, o al menos eso creía, ahora sé que va más
allá. Te acompaña siempre. De alguna manera pienso que debe de haber algo
kármico en todo esto. No sé, pero después de darle muchas vueltas no le
encuentro ninguna otra explicación.
Y eso me gustaría relatar. cada dia me
levanto con la misma sensación, me suceden las mismas cosas, vivo dentro de un
círculo vicioso del que me es imposible escapar. Por mucho lo intento, o lo
intentaba, pues ya desistí a hacerlo, siempre me veía rodeado de las mismas
circunstancias, y siempre acababa cometiendo los mismos errores. Daba igual el
echo de conocer lo que iba a pasar cinco minutos antes de que sucediera. Por
mucho empeño que pusiera para evitar que sucediera, no lograba cambiar el
destino. Aquello que había previsto se cumplia inevitablemente. Es como si una
fuerza superior marcase el ritmo de nuestra vida y nosotros sólo tuviéramos la
potestad de mantenernos a flote, como barcas a la deriva, en un mar de
incertidumbre. Así que decidi sentarme y poner en orden todas mis ideas con la
esperanza de encontrar solución a este enigma: ¿Qué era lo que estaba pasando?
Todavía no lo sé. Le he dado mil y una
vueltas al asunto y no llego a ninguna conclusión. Todavía estoy perdido.
Anoche tuve un sueño extraño. Estaba
tratando de escapar de una especie de habitáculo sin paredes pero algo me lo
impedía. Una y otra vez chocaba contra algo invisible pero pertinaz, duro como
una piedra, y a la vez invisible. Una y otra vez, como si mi Universo se hubiera
convertido en una espiral multidimensional que se replegaba implacablemente sobre
si misma. Pero no podía ver nada. Eso sí, lo sentía dentro de mi alma,
machacando mis sentimientos, humillando mi ego. Pero no lo veía. ¡Que extraños
son a veces los sueños! Te hacen sentir cosas tan extrañas… que si las
sintieras en la vida real dudarías de tu integridad mental. Pero en el sueño
aceptas como ciertas todas estas locuras, todas estas majaderías que, sin
embargo, ¡te parecen tan reales!
me levanté sudoroso y pesado, con la
pereza de todos los lunes, martes, miércoles… Según va pasando el día, mi
cabeza se iba volviendo más lenta. Quizás le afectaba este sopor del mes de
mayo, cuando a las 4 de la tarde deseas con todas tus fuerzas estar ya en casa,
y sin embargo siempre hay algo que te lo impide. Me fui hacia el armario para
coger el traje que tocaba hoy. El azul oscuro con la corbata a rayas. Pero algo
me dijo que no iba a encontrarlo justo en el momento en el que miraba. Fue una
sensación momentánea pero intensa. Una especie de “flash-back”. Ves una cosa y
te parece haberla visto, haberla vivido. De un tiempo a esta parte me venia
pasando y ya empezaba a crearme ansiedad. Pero no le di importancia. Quizás el
tío Jack Daniel´s tuviera parte de culpa. Debería considerarlo la próxima vez
que me siente con él en la barra del bar. Pero ciertamente, allí no estaba el
traje.
Lo de qué traje debía ponerme no
importaba demasiado. Seguía un método para no repetir ni caer en la monotonía
del ponerme cualquier cosa. En un negocio como el mío en el que se trabaja cara
al público es importante mantener un buen aspecto, limpio y ordenado, es el
reflejo de tu trabajo. Pero el hecho de no encontrarlo en su sitio decía algo,
no podía averiguar el qué. Tocaba hacer un gran ejercicio mental para recordar
que podría haber ocurrido, y se me ocurrió que quizás lo hubiera sacado por la
noche, que lo hubiera dejado sobre alguna silla, sólo tenía que ir a
comprobarlo, y desee que estuviera allí
donde me imaginaba. Y allí estaba.
La calle bullía de actividad. La gente
iba y venía seguramente a algún sitio definido, con los pensamientos puestos en
planes futuros que ni siquiera sabían si eran factibles. Es la nueva forma de
evasión de la realidad. Utilizamos la fantasía para crear mundos paralelos en
los que podemos ser nosotros mismos, en los que nos podemos expresar libremente
sin miedo a represalias, en los que podemos liberarnos de toda la hipocresía
social con la que nos vestimos cada día. En esos mundos podemos desnudar
nuestros sentimientos sin miedo al ridículo, sin temor a la crítica
destructiva. Bueno, en realidad nos da igual que nos critiquen, nos expresamos
y punto.
Como siempre, el metro estaba a
rebosar. A duras penas se podía encontrar un hueco entre tanta gente, cuyos
ojos miraban a un vacío ficticio tratando de encontrar una mínima dignidad en aquel
caos inhumano. Como siempre, mi deformación profesional me hacía fijarme en los
pequeños detalles que me rodeaban, como una especie de involuntario ejercicio
mental. Me gustaba fijarme en todos los detalles para luego recordarlos,
revivir las mismas escenas. Me fijé en
una muchacha, que en otro sitio te hubiera sacado los colores ante cualquier
comentario sobre su físico, que aguantaba con resignación los achuchones
involuntarios de aquel viejo, que a mi mente enferma no le parecían tan
inocentes, quizás por haber detectado algún tipo de mirada lasciva lanzada en
un efímero microsegundo al volumen pectoral de la chica. También en un joven
absorto en algún juego de rol que miraba al techo agarrado a la barra. Pero un hombre
alto, elegante, bien arreglado, hasta a mí llegaba su perfume, me llamó
poderosamente la atención. estaba agarrado a una mujer, pero ella, por su ropa,
ya que llevaban estilos muy diferentes, no parecía que tener nada que ver con
él, es más, su postura corporal me parecía indicar que no se conocian. El brazo
de él rodeaba la cintura de ella de una forma poco natural, y su mano, ¡vaya!
Su mano desaparecía en el bolso de ella. Lentamente me fui acercando a ellos,
tratando de no llamar la atención, y cuando estaba a su lado, “caí” sobre él
fingiendo desequilibrio por el traqueteo del vagón, él le empujó a ella, y ella
se dio cuenta de que le intentaban robar la cartera. Jajajajajajaja, Jamás
olvidaré la cara que me lanzó el tipo. Ya sé como se ponen los ojos de aquel
que te odia. Y volví a tener esa sensación de haber vivido ya esa escena. Otro
flash-back.
En la oficina se respiraba el mismo
ambiente cargado de amoniaco de siempre, la señora de la limpieza se aplicaba a
fondo. Apenas había trabajo, no entraba ningún cliente desde hacia varios
meses, y las deudas empezaban ya a acumularse. El día pasaba como todos, aburridos,
pesados, lentos. Las ganas de irme llegaban a mis pensamientos con la misma
cadenciosa regularidad con la que las olas del mar llegan a la playa, lo que,
unido al sopor de un verano prematuro, me hacían caer en una debacle temporal
en la que el minutero del reloj apenas se movía. De una manera casi compulsiva pulsaba
f2 en la ventana de los solitarios del ordenador cada vez que la ventana
emergente me indicaba que no quedaban más movimientos por hacer, desesperado por no poder terminar ninguno,
cómo si el sistema operativo se hubiera reconfigurado para hacerme la vida
imposible. Siguiendo un automatismo diabólico revisaba las redes sociales
esperando encontrar algún mensaje de trabajo, pero nada, el contador de visitas
no se movía. Una y otra vez miraba el móvil por si hubiera sonado sin darme
cuenta, para comprobar que tenía cobertura, con la escusa de mirar una hora que
conocía de sobra. Y otra vez esta pesada mosca que se posaba en la mano que
sujetaba el ratón, haciéndome errar en el movimiento, haciendo que me alterara
más y más. Ya a las 4 de la tarde iba a pulsar el interfono y llamar a la
secretaria, nos vamos a casa, pensé, pero ella se adelantó. “La señora Olvido García
está aquí y desea hablar con usted. ¿La hago pasar?” “Si, claro”. Por lo menos,
un poco de acción. Aunque si es una pesada la despacho en dos minutos y en
cuanto me quede sólo, me largo.
- Pase por favor, siéntese. ¿En qué puedo ayudarla?
- Tengo un gran problema. Un amigo mío se fué después de que yo le
dejara una gran cantidad de dinero. Ahora no puedo localizarle. Me han dicho
que usted es experto en encontrar personas desaparecidas.
- ¿Tiene alguna foto? ¿Nombre? ¿Última dirección conocida?
- No tengo ninguna foto. Su nombre, le puedo dar uno que creo que es
falso. Yo ya he hecho mis averiguaciones. En cuanto a la última dirección
conocida, eso es lo más extraño. Es la calle del Eterno Reposo. Esta dentro del
cementerio de La Almudena.
Un timador profesional...
No quería parecer un muerto de
hambre ante algún cliente potencial, así que había dado instrucciones a mi
secretaria para que me interrumpiera con alguna excusa en caso de tener algún
cliente nuevo. –“Disculpe, tengo ya los datos del caso del abuelo desaparecido”
“Entonces ¿acabó ya el informe del caso de la señora Martín-Aguirre?” ‘Sí, se
lo puedo llevar ahora”. Todavía las cuatro y veinticinco. “Tráigamelo, después
puede irse”. En cuanto me quede sólo yo también me largo. “Gracias, hasta
mañana.”
-¿Dijo usted que ya había hecho sus averiguaciones?
-Sí. Y se lo traigo todo en esta carpeta.
-Bien, déjeme examinarla. En cuanto a mis honorarios...
-No se preocupe por eso. ¿600 servirán para empezar?
-Si, claro,- esperaba que no hubiera detectado la sorpresa con la que
recibí la noticia en mis ojos.
-Dentro de la carpeta esta mi dirección y mi teléfono, para lo que sea. En
fin, le dejo que se vaya.
-Bien yo le llamo con lo que sea.
¡Esto es increíble! Yo me quería marchar y casi me pierdo 600 euros, y
me parece que van a ser muchos más. Por una vez parece que la suerte me sonríe.
No debía de ser un caso difícil y ya lo tenía cobrado. Por lo tanto al dia
siguiente me debía poner en marcha hacia el cementerio.
EN EL BAR. UN
BAR
¿No te parece increíble? Casi pierdo
hoy una pasta.
-Ponme un dyc... No. mejor un chivas. Hoy estoy generoso con el mono.
Quiero darle una alegría.
-¿Hoy te han salido bien las cosas, eh?
-Ja, ja, ja.
-Pues te anda buscando no se qué casero. Tú veras.
-No pasa ná. Hoy le pago lo que le debo.
-Seguro, a o mejor hoy cobramos todos. Pero cambiando de conversación,
¿ves a esos de ahí? Llevan toda la tarde diciendo gilipolleces sobre los
muertos. La gente cada vez esta más tonta.
Voy a ver que dicen.
-Lo que escuchas. Tres veces se le hizo la autopsia. Y se levantó de la
mesa, Y al muy capullo sólo se le ocurre pedir un café con magdalenas.
-¡Joder! ¡Qué susto!
-La risa me dió cuando le pedimos la dirección para mandarle la factura.
¿A quién quería timar? Nos dijo una calle que está en el cementerio de La Almudena. Si lo sabré
yo ¡en esa calle esta enterrado mi suegro!
-Pero lo mismo vivía allí.
-¡¿Cómo?!
-¡Dentro de una caja!, ¡ja, ja, ja!
-Déjate de coñas, ¡tío! ¿A quién conoces tú que después de tres
autopsias se levante de la cama y pida un café con magdalenas?
Parecía que hoy tocaba uno de esos días
raros, en los que cualquier cosa puede pasar. Hasta entonces no me había fijado
en el ambiente que había esa noche en el bar. Era algo extraño, había demasiada
gente. Entraban y salían sin cesar, hablaban entre ellos, se saludaban. Sin
embargo el camarero servía pocas copas. Y lo más curioso es que no le
importaba. Y entonces una cara familiar cruzó la puerta.
-¡Hombre!, ¡mira quién está por aquí!
-Sí, ya sé que me andabas buscando. Toma y
dame un recibo.
-Pero... ¡Si estamos de enhorabuena! ¡Tómate algo a mi salud!
-No, si ya lo estaba haciendo
-¿Sabes? Me han dicho que no tienes muchos clientes. Si ves que no vas a
poder hacerte cargo de los gastos de la oficina, avisa antes de que la deuda
sea tan grande que no puedas pagar.
-No te preocupes por eso. Poco a poco el negocio va en alza.
-Lo digo porque ya tengo quien está interesado por tu oficina.
-Tú... Tú no eres más que un majadero usurero y malicioso ¡¿Quién te
crees que eres?! ¡Gusano inmundo! ¡Vete de mi vista antes de que haga una
tontería!
-¡Bueno, bueno! ¡Menos humos! Si pagaras cuando tienes que pagar no
tendrías estos problemas. Adiós, simpático. Te veré el mes que viene.
No lo creo, pensé, antes te matará un loco por la
calle. -Vale. Que sí.- me limité a decir.
-Camarero, apunta lo de este... señor a mi cuenta. Adiós, Ca…rlos.
¡Habráse visto tamaña insolencia! ¡Todo por que el muy cabrón tiene la sartén
por el mango! ¡Bah!, será por poco tiempo. Mira el gilipollas como se pavonea
delante de esas chicas. ¡Si supieran lo miserable que eres...! pero es que no
merece la pena ni pensar en él. ¡Qué moscas tan pesadas! Debe de prepararse una
tormenta por que este calor las vuelve de un pesado… se quedan dando vueltas y
más vueltas por el borde del vaso hasta que están a punto de caerse y arruinarte
la copa. Una y otra vez intentan meterse dentro del vaso para beber lo que tu
bebes, o para comer lo que tu comes, hasta que estas tan molesto con ellas que
las mandas al otro barrio de un manotazo. Pero no arreglas nada porque detrás
de la muerta llegan otras muchas a terminar la tarea que había empezado su
compañera. Quizás el destino de las moscas sea volver locos a los humanos, no
sé… ¿Dónde está mi whisky? ¡Ven con papá! ¿Y ahora? ¿Por qué corre la gente
hacia la puerta?
-¡Rápido! ¡Llamar a una ambulancia! ¡Un loco le ha metido cuatro
puñaladas a Carlos!
DE VUELTA A CASA
¡Joder!
¡Y yo lo acababa de desear! Sólo es una casualidad. Eso, sólo una puñetera
casualidad. ¡Menos mal que no lo pensé en alto! Casi me podrían acusar de
conspiración para asesinar. El mundo no se pierde nada, eso sí. Ahora trataré
de hablar con los herederos para que me mantengan el contrato de alquiler. Al
fin y al cabo, la muerte de su tío no fue culpa mía, aunque lo deseara, pero
por eso no me pueden culpar, su tío era un miserable y tenia muchos enemigos,
yo entre miles. ¿Quién me podrá acusar de nada? Joder, ¡yo también estoy tonto!
¡Si sólo deseé su muerte! Y de eso no pueden culparme, su tío era un miserable.
¡Dios!, ¿estaré trastornado? Ni después de muerto me va a dejar en paz mi
casero. ¡Qué tío más persistente! Para cobrador de morosos no tendrías precio. ¡Cabrón!
Pero, ¿qué estoy diciendo? Son sólo chaladuras, gilichorradas sin sentido,
¡joder! ¡Es que estoy impresionado!
Bueno, a trabajar un poco. Voy a ver que dice el informe de... pero, ¡si
ni siquiera le pregunté su nombre! Es que de verdad estoy tonto. Tonto como...
como esa mosca de la ventana que se afana por salir de la habitación a través
del cristal de la ventana. Una y otra vez se golpea contra ella sin darse
cuenta de que por ahí no está el camino. Pero ¿qué culpa tendrá ella? Sólo es
una mosca sin inteligencia que trata en vano de escapar de su destino, que es
estar dentro de la habitación. Pero, ¿que sabrá ella? Sólo es una mosca
atrapada por un cristal que ella juzga inexistente. ¿Y de su futuro? ¡Si ni
siquiera sabe que tiene uno! Ella sólo vive para comer desechos y defecar
generaciones de moscas que se afanan por romper las leyes del destino. ¡Pero
qué sabrán ellas! Viven y mueren sin saber la razón de su existencia, y apenas
nacen cuando ya están en disposición de morir en cualquier momento. Sólo tienen
cuarenta días desde que nacen hasta que mueren, si no las mata cualquier
insecticida antes, y pierden más de la mitad de ese tiempo precioso en
golpearse contra el cristal. ¡Tontas, que sois unas tontas! Y eso si no os mata
algún viejo solitario que no tiene otra cosa mejor que hacer que ir matando moscas.
Tan cerca de la muerte, con tan poco tiempo, y lo desperdicia en matar moscas. Viejo,
que poca vida te queda y todavía la malgastas, aunque algo me dice que toda tu
vida fue así, toda la vida matando moscas, sin saber que ellas solas se matan a
golpes contra el cristal de la ventana. Como esa tonta. Vuela, mosca tonta,
deja de golpearte contra la ventana. Aprovecha que ya te he abierto la ventana,
y vuela. Sólo te quedan veinte días de vida, como mucho, si no te mata antes el
viejo matamoscas.
AL DIA SIGUIENTE. EN LA OFICINA
Anoche volví a tener ese sueño tonto.
Una y otra vez quería salir de ese sitio del que no podía, pero esta vez un
montón de... miniyos salían de mi boca y chocaban contra esa zona invisible. Y
además de eso, ese olor ácido que impregnaba todo el ambiente. Algo me decía
que… no sé. Todo es tan extraño… los sueños, las cosas que pasan. Entre lo que le pasó a Carlos y los cuatro
whiskies... tengo que dejar la bebida.
Siempre se repite la misma historia, y
siempre me levanto de la misma forma: cansado, triste, me duele la cabeza.
Camino pesarosamente hacia el baño para ver mi cara en el espejo, no reconozco
a la persona que se refleja. Mis ojos caen en el lavabo, tratando de averiguar
una razón para salir a la calle, pero no la encuentro. Enciendo la tele, y no
se para qué, a esta hora sólo dicen noticias. “Una nueva víctima del asesino de
prostitutas ha sido encontrada debajo del Puente de Toledo con las manos atadas
a la espalda. Se ignora el móvil del crimen aunque la policía no descarta que
sea la obra de algún perturbado.” ¡Vaya! Pobre chica. Aunque por experiencia sé
que hay algo más. Seguramente es el castigo de un proxeneta al que le han ocultado la
recaudación del día. Mis años en el cuerpo me han enseñado esa experiencia.
Pero ya estaba fuera. Una crisis emocional me había hecho abandonar y ahora
malvivía de un negocio que cada vez estaba más difícil por la competencia que
había aparecido en los últimos años: Ahora era detective privado.
El despacho estaba en una calle de un
polígono industrial del extrarradio, pero bien comunicado. Se podía llegar
fácilmente en metro. Era un edificio de esos de oficinas en los que a veces te
podías refugiar si no querías volver a casa. De hecho, había algún que otro divorciado
que lo utilizaba como una autentica vivienda a tiempo completo. Con todo y con
eso era un lugar tranquilo, dado que en los contratos de alquiler estaba la
clausula explícita de que no se podían utilizar como vivienda habitual, aunque
la gente lo usara. Quizás por eso se evitaba hacer ningún tipo de escándalo. Llamé
al ascensor en el piso bajo. Un toc toc continuo se escuchaba detrás de mí, era
como un golpeteo rítmico, una especie de marcaje temporal. Al girar la cabeza
vi el origen de ese ruido: una pequeña rama seca de un ficus que hace mucho
tiempo nadie regaba golpeaba contra un cuadro. Nunca me había fijado en él, y
es raro, por deformación profesional tendía a fijarme en todo lujo de detalles,
incluso los más insignificantes. Sin embargo, no recordaba haber visto nunca
ese cuadro. Quizás lo hubieran puesto esta mañana. Seguramente así tenía que
haber sido. El cuadro representaba la escalera de Jacob, pero sus personajes
estaban vestidos de forma actual. Un ding-dong llamó mi atención. El ascensor
había llegado.
Se abrió la puerta y entré. Dentro
había un hombre. Le dejé espacio para que saliera, pero no lo hizo, así que
entre yo. Le miré, esperando que me indicara a que piso iba, si iba a salir o
no, algo, y sólo me contestó con su silencio y su quietud. Permanecía estático,
con la mirada perdida. No me hacía mucha gracia encerrarme en un ascensor con
una especie de perturbado pero tenía que subir. Con la mano derecha empuñé mi Beretta
del 22, al tiempo que le quitaba el seguro con el pulgar, mientras que con la
izquierda pulsaba el botón de mi piso. La puerta se cerró sin que aquel hombre
hiciera ademán de salir, y ni siquiera hizo un aspaviento cuando la puerta se
cerró casi en sus narices. El ascensor empezó a subir y yo no le quitaba la
vista de encima a aquel tipo. Por su aspecto no parecía que fuera una persona
peligrosa, pero no podía fiarme, y más imaginando que un asesino en serie
andaba suelto, y podría ser él. Llegábamos a mi piso cuando vi salir vaho de su
boca entreabierta a la vez que le oí exhalar suavemente. El ascensor se paró
justo después de escuchar el ding-dong y la puerta se abrió. Sin perderle de
vista salí. En ese momento fue la única vez en que vi girar sus ojos para
mirarme mientras decía con voz profunda: “Tengo frio”.
Decidí no comentar nada con Susana, mi
secretaria. Aunque debía de haberlo hecho, viendo las circunstancias. Cuando
entré en el despacho, me miró y me dijo:
-
Hola jefe, vienes
pálido. ¿Otra noche de fiesta?
-
Ja, -reí. - llevo
varios días sin dormir. Tengo sueños raros.
-
Será por el
fantasma, - rió ella.
-
¿Qué fantasma? –
pregunté yo.
-
El fantasma del
ascensor. Lo comentábamos ayer en la cafetería entre las chicas. Alguna se ha
encontrado en él. Ja, - volvió a reír. - yo tengo mi amuleto protector. – Y me
enseñó un colgante que tenía alrededor del cuello, que representaba una
estrella de cinco puntas dentro de un círculo. – Me regalaron este pentagrama
hace algunos años.
-
Si, claro. Será
eso. – dije yo con indiferencia. – en fin, vamos a la tarea. ¿Qué tenemos para
hoy?” ”Olvido García dejo pedida cita para hoy a as 4:25. Por supuesto le dije
que estabas libre” ¿A las cuatro y veinticinco? Para ella a cualquier hora.
Sobre todo para ella. Ójala me traiga otros 600 euros. “Gracias, Susana. Avísame
cuando llegue” y mientras, voy a echarle un vistazo a esta carpeta, que con lo
de ayer...pobre Carlos ¿Quién me va a molestar ahora? En fin.
En la carpeta dice: “Documentación sobre Alberto Aguilera, con domicilio
en la calle del Eterno Reposo número 28 1 D.” Tendré que ir allí. Dijo que
estaba en el cementerio de La Almudena. Será cuestión de acercarse a ver. ¿Alberto
Aguilera? ¿Dónde he escuchado ese nombre? Dentro hay una carta:
“Amada,
Tan
triste fue mi destino, mi pasado, que cuando llegué a tus brazos por primera
vez sentí que mi corazón se estremecía en una dolorosa pasión, injustamente
negada en el tiempo, en el espacio, ¿Porqué nuestro amor me fué tantas veces
negado? ¿Por qué nos fué tantas veces negado? Tanto sufrimiento no puede quedar
baldío pues algo me dice que, si no, no hubiera valido la pena el haber sufrido
tanto. Y. sin embargo, tú bien sabes que así ha sido. Ahora, te amo como si
nunca hubiera habido amor tan puro que tras las estrellas de la noche se
escondiera. Y por eso te digo, sin más palabras que esas, pues de otra forma no
hay otras, que TE AMO.
Alberto.”
¡Menudo majadero! Ahora me explico como se dejó engatusar esta mujer.
Que si te quiero, que si te amo, que si bla bla bla. Y luego se pira con los
millones. Y ella loca por encontrarle, tonta por encontrarle. No sé que le pasa
a la gente últimamente que se empeñan en nadar contracorriente A saber donde se
habrá escondido el tal Alberto con tanto dinero. Las cloacas están llenas de
escondites para alguien que sepa y quiera pagar bien. ¡Hay tantas ratas en el
mundo deseando alquilar su nido a los fugitivos con dinero…! En este mundo no
importa si no puedes tener algo por tus propios medios, porque siempre hay
alguien dispuesto a venderte todo aquello que necesitas por un poco de dinero. El
primer sitio donde debo mirar es en el cementerio. Quizás encuentre allí alguna
pista. Después, con lo que sepa hablaré con la tal Olvido a ver que me cuenta.
Pero antes, que no se me olvide la petaca.
EN EL CEMENTERIO, ESA MAÑANA.
Son las 11 y esto está desierto.
Excepto aquel operario, todo esta solitario. “¿Cómo puedo encontrar la calle
Eterno Reposo?” “La segunda a la derecha”. ¡Pues vaya! Después de todo no he
tenido que andar tanto. Lo que me parece raro es ese pequeño grupo de niñas.
Tienen del orden de 8 a
10 años y están vestidas todas iguales, con unos uniformes de colegio de
monjas, de esos con las faldas a cuadros, y ríen delante de unas tumbas. Parecen
jugar entre ellas al pilla-pilla, unas con el móvil pegado a la oreja, soltando
sonoras risotadas, y otras jugando a robar las flores de los nichos. ¡Qué poca
vergüenza tiene esta juventud! Ya no respetan ni el sueño de los muertos.
Parecen que bailan entorno a una de las tumbas en especial, como revoloteando a
su alrededor, saltando y riendo ajenas al drama de la muerte que carcome al
pobre difunto. Alguien que quizás conocieran en vida, y a quien no le tuvieron
el suficiente respeto entonces como para tenérselo ahora. Y mi mente se
trasladó como proyectada hasta la lápida de aquel tipo: “Tu familia y amigos no
te olvidan”, ponía la inscripción en letras doradas. Y alguien había profanado
aquella tumba con un spray, añadiendo la frase: “y las 7 niñas que violaste y
mataste tampoco”.
¡JODER! ¡La puta mosca! Casi se me mete
por la oreja y me hace caer de bruces contra la acera. Aparte de eso ¡esto está
tan desierto! Este bochorno impropio acompaña a las flores resecas, que parecen
que te piden, que te suplican un poco de agua, un poco de compasión. Su lenta
agonía clavadas en las coronas... y este silencio tan escandaloso que parece
que te has vuelto sordo. Algo zumba en mis oídos. Algo que me hace girar la
vista, buscar en el aire. Un zumbido que no solo no se agota si no que se
vuelve cada vez más y más molesto. Y por aquí no aparece nadie. Sólo esa mujer
delante de esa tumba, esa tumba que es de… ¡vaya! ¡De Alberto Aguilera! Pero
este hombre murió en el 1913, y esta mujer no es tan vieja. “Disculpe, señora,
¿conocía usted al difunto?” (Y lentamente se volvió hacia mí y debajo de su
velo negro vi su pálida calavera comida de gusanos repugnantes saliendo de su
boca al abrirse y querer contestarme con palabras tétricas “claro que te
conozco, capullo”)
-Despierta, jefe. Son las 4 de la tarde y va a llegar la señora Olvido.
EN EL DESPACHO…
-
¿Y bien? ¿cómo
van las averiguaciones?
-
Bueno. Esto va a
ser un poco complicado. Por lo visto el tipo… el señor Alberto Aguilera está
enterrado donde usted dijo. Seguramente el individuo que buscamos sea un
timador profesional que utiliza como alias el nombre y dirección del nicho de
los cementerios. He preguntado a mi contacto en la comisaría de policía si
tienen a algún delincuente que use ese “modus operandi”, y ahí está lo más
extraño: es la primera vez que lo escuchan. Nadie ha denunciado nunca una
estafa de este tipo. Va a ser difícil dar con él.
-
Entonces, ¿qué
podemos hacer?
-
Yo seguiré haciendo
averiguaciones, aunque no sé muy bien por donde seguir. Sería de buena ayuda si
me contara donde se reunían habitualmente. Esta gente suele untar bien a los
camareros de los bares, haciéndose pasar por buenos clientes, incluso como
amigos de los camareros, para dar confianza a sus víctimas. Si hablo con alguno
de ellos es posible que encuentre alguna pista.
-
Me está dejando
perpleja. Pero es que no me he debido explicar bien ayer. Alberto y yo somos…
éramos amigos desde siempre. Conozco a toda su familia. Entre nosotros no había
ningún tipo de secretos y había plena confianza mutua. No había necesidad de
engaños. Ni de secretos.
-
Bueno, usted
misma dijo que la dirección era de un cementerio. Ahí si que le engañó.
-
No lo sé. Y eso
es lo que quiero saber. Yo nunca le negué nada y le di el dinero sin hacerle
ninguna pregunta. No necesitaba timarme.
-
Pero a lo mejor
el no quería que usted le hiciera preguntas sobre el destino de ese dinero. Y ahí
sí me gustaría que me hablara sin tapujos, pues se trata de encontrar a un
amigo. ¿Sospecha usted que tuviera deudas de juego o de algún otro… tipo?
-
No lo sé. Es
posible. Una vez me dijo… pero estaba bromeando.
-
Puede ser
importante.
-
Me dijo que si
tuviera un millón lo apostaría a un caballo que supiera que no iba a perder, o
a un número que supiera que iba a salir, y así resolvería todos sus problemas.
Decía que con la única mujer con la que había tenido una relación sincera era
una prostituta. No sé, pero ahora que lo dice, voy atando cabos. Quizás no
debamos seguir buscando. No quiero enturbiar el recuerdo que tengo de él.
Dígame que le debo y terminemos con este asunto. Definitivamente no quiero
seguir buscando.
-
Como quiera. Mi
secretaria le preparará una factura.
-
Gracias por todo.
Adiós.
Pues
ná. Al carajo el curro guapo. Debía de haber supuesto que un chollo así no se
presenta a menudo, que es algo imposible. “Jefe, quiero hablar contigo”. “Tu
dirás”. “Me voy”. “De acuerdo. Mañana a las ocho aquí, que tenemos trabajo”.
“Eso te quería decir. Mañana no volveré”.
Otra vez el mismo sueño. Sueño que voy caminando por un sitio oscuro,
tenebroso, una especie de pantano. Lo sé porque siento la humedad por encima de
mis rodillas, y frio, mucho frio. Solamente alguna lechuza lanza su fúnebre
ulular desde la copa de algún sauce carcomido por hiedras centenarias. ¡Todo es
tan siniestro! Desde el fondo del arroyo veo una luz lejana, sin forma, que
ilumina tenuemente el sendero invisible por las aguas que lo sumergen,
cualquier paso puede ser en falso, puede ser el último. Pero algo me fuerza a
seguir avanzando. Una voz, un susurro, una idea, no sé, algo resuena en mi
cabeza martilleándola, transformando su paz interior en un ir y venir de
emociones sin sentido, de esperanzas que nunca fueron expuestas al juicio de un
ser amado. Y ese olor. Un olor profundo, rancio, seco, ¿a qué me recuerda ese
olor? No lo sé. Una vez creo, pero no recuerdo donde, lo percibí, y se metió
tan adentro de mis narices que todavía no he podido olvidar esa experiencia, y
ese zumbido, tan persistente, tan tenaz que me hace girar la cabeza una y otra
vez buscando su origen, tratando de no volverme loco en el intento desesperado
e inútil por acabar con tan desesperante monserga, que una y otra vez ataca mis
oídos, martirizándoles, ¡Diosss! Dejadlo ya, por favor, ¡sacadme de aquíiiiii!
Y de repente la calma. No hay nada. No hay ruido, ni olor, nada. Sólo el
silencio. Y allí en medio del pantano, un puente que no va a ningún sitio, que
no viene de ningún sitio, y sin embargo parece el único camino para salir de
aquel sitio. ¡Por Dios! Me reitero tanto que pienso que estoy en el límite de
la locura. No debería seguir, y sin embargo, mis pies no paran de moverse hacia
delante. Paro los pies pensando que así me detendría pero veo que no son mis
pies los que me trasladan sino una fuerza invisible que emana de aquel puente
todavía en tinieblas, pero que deja entrever en su quitamiedos una figura
femenina vestida con un largo traje obscuro. Creo que me mira, aunque es
posible que no, que su figura esté vuelta hacia aquella luz que la ilumina por
detrás. Cada vez me acerco más a esa persona distinguiendo sus detalles cada
vez más y más hasta verla por completo, hasta reconocerla. Esa figura es Olvido.
Por la mañana, la luz del sol se colaba
a duras penas entre los huecos de la persiana, iluminando tenuemente la
habitación abandonada por el tiempo. Allí me desperté sudando, tirado de mala
manera sobre la cama medio desecha, agotado, triste. Tirado de la misma manera
que la botella de bourbon exprimida hasta la última gota en aquel día. ¿Cuál día?
Ya no lo recuerdo. Sólo aquella sensación de abandono en el que mi alma se
sumió después de que ella se fuera. ¡Me dejó tan sólo! No recuerdo por qué se fue,
apenas recuerdo nada del último día en que la vi, recuerdo que estaba de
servicio. Hubo una emergencia, y a partir de ahí, nada, el vacío, como si me
hubieran borrado la memoria. Un silencio atronador bramaba desde lo más
profundo de aquella soledad. Todavía sentía esa humedad reumática aplastando
mis vertebras, convirtiéndolas en un juguete de esos que los niños martirizan
por no conocer su uso. Todavía esa soledad… sólo acompañado por esa mosca amiga
mía que rebaña con avidez la última gota que cuelga de la vieja botella del
amigo Jack. La última gota.
Y el silencio me consume. Oculto tras
el disfraz de hipocresía que visto cada día me dirijo a la oficina, sin pensar,
sabiendo que tras cruzar la puerta ya no habrá marcha atrás, que todo aquella
miseria abrumadora se derrumbará sobre mi exigiendo explicaciones por una vida vacía,
vana, triste. Toda mi vida revisada en un solo momento por una mente pertinaz,
entrometida, fisgona, que examina cada instante de una manera tan exhaustiva
que me obliga a sentirme culpable hasta de unos delitos que no recuerdo haber
cometido. Y, cómo siempre, esas fieles espectadoras de la decadencia a la que
mi entorno se somete día tras día, cayendo en un vórtice involutivo del que ya
no soy capaz de escapar. Las oigo revolotear a mí alrededor, una y otra vez, y
ya su zumbido, antes molesto, se ha convertido en una especie de música, en una
especie de banda sonora de esta película
que es mi vida. Pero ahora, otra sensación llena mi alma de miedo. Estoy
sólo, a oscuras. Tengo frio. Y me da miedo de observar el mundo a mí alrededor,
pues no sé si seré capaz de mirar a la realidad frente a frente. Y sin embargo,
oigo a lo lejos una especie de murmullo, un ruido, un crujir gutural que lleva
una frase, un imperativo muy simple, pero contundente. Una orden, un consejo,
no sabría describirlo. Parece dulce y amargo a la vez, cálido y frío. Cada vez
se hace más claro, y esa difusión del principio se va tornando en claridad,
casi distingo cada una de las palabras que lo forman, palabras difícilmente
olvidables, pues son solo tres, y muy comunes. ¡Abre los ojos!
La oficina está vacía, en silencio.
Todo está ordenado, como si nunca hubiera sido ocupada por nadie. Fuera, el
ruido de los coches anima a mirar por la ventana para ver un poco de vida, para
comprobar que la vida sigue pese a todo, pero ya perdí hace mucho tiempo la
curiosidad de comprobar que por lo menos alguien vive. En fin. Tarde o temprano
tenía que llegar este momento, así que mejor. Que sea rápido.
EL DESMORONAMIENTO Y LA CAIDA
No sé qué es lo que siento últimamente.
He tratado de meditarlo, de convencerme de que no es real, que son los pájaros,
las tablas de la casa, el viento, o quizás algún tímido ratón que escaba por
alguna rendija después de afanar un pequeño tesoro en forma de grano de maíz.
No lo sé. Pero ahí está.
Y sin embargo, lo siento. Sé que está
ahí, observando, detenido en una fracción de espacio-tiempo, en un
lugar-nolugar que existe entre este mundo y el otro, en medio del Puente,
esperando. Y sopla el viento.
Sus ojos, fijos en mí, esperan. Es ese
instante previo a decir algo, a explicar el sentido de su presencia. Es ese
querer decir a tan cámara lenta que ha de pasar una eternidad hasta que
transmita su mensaje, hasta que sus palabras salgan de su boca, una boca que
nunca ha de abrirse. Sólo sus ojos dicen lo que su boca calla.
Después bebo. Bebo para dar una razón a
aquello que no puedo comprender estando sereno, que no puedo explicar desde la
razonada mentalidad del ser escéptico, del incrédulo. Pero sigue ahí, esperando, sin prisa. Parado
en el umbral de la puerta. Sus manos cruzadas delante de él. Mirando. Oculto
entero tras su traje negro.
Y todas las noches el mismo sueño.
Camino por Madrid, y entro en el metro. Junto a mí baja las escaleras mi fiel
amigo, mi carcelero. Y montamos en el vagón vacío, frio, yermo. Nosotros solos,
ningún otro cuerpo. Y el tren entra en el túnel, raudo y en silencio. A
derechas e izquierdas se retuerce con el crujir reumático de las traviesas,
corre sin frenos. El túnel se estrecha, y el tren queda quieto. Y mi amigo, sin palabras me dice, final de
trayecto.
No sé lo que es, ni siquiera si es
cierto. Quizás sea mi mente, perturbada por el continuo traqueteo de noticias
desagradables, del constante bombardeo de vulgaridad ociosa, o del ostracismo
pertinaz de un invierno que no llega. Pero existir, existe, lo sé. Lo he visto.
Lo veo.
Sólo en el bar, en aquel bar. La gente
pasa a mi lado sin ningún tipo de reparo, sin ninguna coartada. Apenas existo
ni siquiera para el camarero que, pasa el paño una y otra vez delante de mí con
la mirada vacía en una rutina que nunca acaba. El tiempo pasa. El tiempo. El
tiempo es posiblemente la única cosa que pasa sin que necesite intermediarios, sin que necesite un motor primario, una causa
coherente y todo el mundo admite que pasa, luego existe. Y hay muchas formas de
medirlo: el incesante traqueteo del segundero del reloj que tengo enfrente, el
continuo deshielo de la piedra que flota en mi vaso, el entrar y salir de toda
esa gente, el sordo rumor de mis oídos, de mis venas, que continuamente
trasvasan el líquido que voy ingiriendo a leves tragos. Uno tras otro. Uno tras
otro. Uno tras otro. Y así, va pasando el tiempo sin una causa precisa, sin
necesidad orgánica visible mientras el vaso se vacía, como en un reloj de arena
en el que el material silíceo no callera en el deposito inferior, sino que se
perdiera en un agujero negro de tiempo infinito, de tiempo nulo. Pero, ¿qué es
el tiempo sino una invención humana para poder demostrar que estamos vivos? El
tiempo sólo existe en nuestra mente, los animales no conciben el tiempo, porque
el tiempo no existe. Sólo el infinito.
Abandono el bar con paso lento pues no
tengo ganas de llegar a casa. ¿Para qué? Nadie me espera. Aquella que una vez
estuvo se fue. De repente miré, y ya no estaba. Había dejado todo en casa, su
ropa sus perfumes, todo. Parecía que hubiera salido a hacer la compra y que
nunca hubiera vuelto a una casa que se quedó de golpe tan vacía. Ella ya no
estaba. Continuamente la esperaba sentado, mirando a la puerta de entrada
esperando que se abriera de golpe y apareciera ella, sonriente, pidiendo
disculpas con la mirada por haber tardado tanto tiempo en volver. La calle
estaba desierta, más desierta que de costumbre, tan desierta que ni siquiera mi
presencia parecía estar latente. La bombilla de una farola lejana parpadeaba
sin ritmo, suspirando en su idioma los pocos instantes que le quedaban de vida,
mientras las demás malgastaban las suyas en el inútil compromiso de iluminar la Nada. El único sonido que
perturba ese escandaloso silencio es el cadencioso ritmo que mis pasos imponen
en la acera. ¡Todo está tan en silencio, tan solitario! Ni un ruido, ni un
movimiento, ni un alma. Bueno, sólo una.
Pero por poco tiempo.
Ya en el portal de mi casa, mi mano
automáticamente saca las llaves. Y el tintineo de estas resulta tan ruidoso en
aquella soledad que mi conciencia acusadora me regaña, me hace pedir perdón al vacío,
a la oscuridad, al silencio, por haberlos perturbado. ¡Qué idiotas somos a
veces!
Subo la escalera despacio, casi sin
hacer ruido. El ascensor lleva varios días estropeado ofreciendo la escalera de
caracol un reto en el que cada escalón resulta una prueba. Y cada paso que doy
me hace recordar un episodio de mi vida, como una fotografía hecha por un
aficionado y pasada por un filtro colores sepia. Mis primeros pasos
tambaleantes, mis primeras palabras, mi primer día de colegio, mi primera
pelea, mi primer beso. Las escenas pasaban sin ritmo, apenas rozaba el
siguiente escalón, y se desvanecían por completo antes de que pudiera razonar
sobre ellas, de juzgar sobre ellas. Pero una me llama la atención: una mujer,
que me resulta conocida, la veo con un aspecto intemporal, desde una niña hasta
una anciana, según van avanzando las imágenes. Y en una de ellas una cadena de
frases, una especie de conversación sin sentido aparente: “¿Cuánto me pides por
tu canción?” “Es tuya por un beso” “vale, pero sin canción no hay beso” “pues
sin beso no hay canción”. Y después un beso entre dulce y amargo que tardé
tiempo en relacionar, mucho tiempo. ¿No
estarían fumando nada raro en el bar esta noche?
Justo al ir a abrir la puerta de mi
apartamento me encuentro una nota de mi casero. “He cambiado la cerradura. Llevas
varios meses sin pagar el alquiler así que tienes que dejar el apartamento. Llámame
mañana para venir a recoger tus cosas”. Es igual, me lo veía venir. Estas cosas
suelen pasar cuando llegas a deber 6 meses. En fin. Sé de un sitio donde puedo
pasar la noche, por lo menos esta noche: mi despacho.
El ruido de la cerradura hace ese ruido
al que nunca te acostumbras. Nada más entrar, la mesa de Susana, ahora desnuda, ni siquiera su lata de
lápices, ni aquella foto de ese hombre que no existía. “Para espantar los
moscones”, decía. Ella también tenía el incordio de esas otras moscas pesadas
que siempre revolotean detrás, por encima y alrededor, sin hacer nada útil,
sólo molestar. Su silla, totalmente metida debajo de la mesa, parecía ya sufrir
melancólicamente, por que sabía que había dejado de ser la silla de alguien
para haberse convertido otra vez en un mueble más. No puedo apartar la mirada
de aquel sitio. Susana, aun con su mal humor, sus gruñidos matutinos, era la
única persona a la que podía tratar con sinceridad, la única que me trataba con
sinceridad. Y ya no estaba.
La puerta del despacho se abre como
siempre, atascándose un poco el picaporte, tengo que decirle a Carlos… Vaya,
pobre diablo. Ahora descansa en la morgue con una puñalada en el corazón. Jajá,
buena puntería tuvo el asesino, acertar en un punto tan pequeño. Bueno,
descanse en paz.
Allí en el lado derecho todavía está el
diván del antiguo inquilino, un prestigioso psiquiatra por lo que dicen, que
acabó sus días saltando desde la ventana de este mismo despacho. Una muerte
rápida desde el piso 13. Y en el centro mi mesa, todavía repleta de esos papeles
que uso para aparentar que hay mucho trabajo. Y al lado, ¡vaya! Mi vieja
beretta. ¿Cómo me la habré dejado ahí encima? Seguramente ha sido la
inconsciencia de un borracho. Con estas cosas hay que tener cuidado, y claro,
lo que suponía, después de comprobar el cargador y la recámara, una bala. Menos
mal que aquí no entra nadie. Y, sin embargo, que oportuno. Tanto tiempo
pensando en cual sería la solución a mis problemas y la tengo ahí delante,
siempre la tuve ahí delante, en el cajón, silenciosa, expectante. Una salida,
la salida. Y ¿todo es tan fácil? Sólo tienes que colocártela en el lugar más
adecuado, eso es lo más difícil pues piensas que ningún sitio es el apropiado
para una muerte rápida, sin dolor, sin sentimientos. Hay que tener en cuenta
que sólo se puede hacer un disparo, y que este tiene que ser certero, pues sino
todo se puede ir al traste. Hay que elegir bien el sitio, la boca, la sien, el
pecho… todos los lugares en los que no sabes si se puede alojar una bala. Y
entonces… ¿Quién llama a estas horas a la puerta?
VISITA INESPERADA
Esa hora no era a la que se acostumbran
a recibir las visitas de los clientes. La hora era más bien aquella en la que
los amantes se citan a hurtadillas en algún rincón oscuro, en algún apartamento
desierto. Y sin embargo, el timbre de la puerta tocó dos veces cuando estaba
sujetando el arma contra mi pecho. ¿Por qué en este momento tienen que venir a importunarme?
Me detuve un instante, implorando con la mente ese pequeño instante de
intimidad necesario para poder sacar el suficiente valor mezclado con cobardía
necesario para poder apretar el gatillo, necesitaba silencio y, sin embargo, el
silencio de aquella presencia al otro lado de la puerta se hacía tan
escandaloso que no me dejaba concentrarme. Necesitaba apenas 5 minutos para
rezar a Aquel en quien nunca había creído, encomendar mi antes inexistente alma
a algún Ser superior, en rogar a Alguien que mi imposible futuro fuera de otra
manera, que me encontrara por el camino otras circunstancias, que tuviera la
suficiente lucidez para tomar las decisiones adecuadas. Pero aquel silencio imperturbable
de detrás de la puerta no me daba la tregua necesaria. Además apareció la pregunta que un suicida
jamás quisiera hacerse en ese sagrado momento: “¿y si fuera esa la oportunidad
que esperaba?”. ¡Oh! ¿Por qué ahora?
Sin demasiadas ganas, me levanté del
sillón. En el despacho en penumbra daba la sensación de haberse detenido el
tiempo. Se escuchaba el monótono zumbar de los motores de los coches, el
sempiterno ruido de fondo de la ciudad, pero esta vez con más potencia por el
silencio de la noche. Me dirigí a la puerta y giré el pomo sin muchas ganas. La
luz cegadora del pasillo llenó de golpe mi cerebro, hasta producir una leve
migraña, pero pude distinguir una figura oscura, conocida. Era Olvido García.
-Hola,- saludó, con una leve sonrisa de
complicidad. Sus ojos reflejaban una picardía distinta, como la de aquel niño
que se siente feliz después de que le ha salido bien alguna trastada.- ¿Llego a
tiempo? Seguro que sí, siempre llego a tiempo.
-¿Señora García? ¿A que debo…
-Por favor, sígueme. – ordenó dándose la vuelta y dirigiéndose a
la escalera. ¿Por qué no tomaba el ascensor?
Fuimos bajando las escaleras. Los
escalones aparecían delante de mí uno a uno, como si fueran marcando un tiempo
recesivo. Una mosca, ¿cómo no?, ponía a prueba la elasticidad de mi oído
interno a cada segundo, trayendo una y otra vez ese deseo irrefrenable de
aplastarla de un golpe, pero ella era tan audaz que esquivaba cada manotazo
asesino que le enviaba. Y seguimos bajando, tratando de no perder los pies en
un descuido. En el primer descansillo había una pareja. Él le rogaba un beso
mientras ella lo evitaba con una mezcla de timidez y picardía. “Mis padres
están en casa”, decía ella. Pasamos a su lado sin que nos hicieran caso,
estaban demasiado absortos en ellos mismos, tan absortos que ni siquiera las
moscas que salían de sus bocas les molestaban. Mi mente se había quedado enganchada
de aquella escena, quizás ensimismado por aquellas moscas. Pero un empujón me
hizo mirar hacia delante, a volver a fijarme en los escalones que tenía a mis
pies. Después vimos abierta la puerta de una de las viviendas del piso inferior.
Y no pude evitar mirar. Dentro había una mujer muerta tendida en el suelo. De
su cabeza había salido un manantial de sangre que había cambiado el color del
suelo. Sobre ella, un niño pequeño tiraba desesperadamente de su brazo,
queriendo levantarla, que recuperara su consciencia. “¡Mamáaa!”, gritaba, no
pude quitarme ese ruido de la cabeza hasta que reparé en un cuadro de la pared
del pasillo. Representaba un funeral, y me fijé en el detalle de una figura que
me observaba. Era Olvido. Una voz detrás de mí me obligó a seguir avanzando. “Continúa”.
En la escalera había un adolescente con un montón de libros. No nos miró. Se
limitaba a dibujar borrones en un papel totalmente cubierto de dibujos
incoherentes. Movía la mano como un loco poseído por la compulsiva obsesión de
plasmar en un papel el recuerdo de algún antiguo demonio de la infancia. Y
seguimos bajando.
El zumbido callejero se hacía cada vez
más intenso, y tanto, que había dejado de molestarme el de la mosca que había
sido mi compañera hasta entonces. Pero seguía allí. Ahora eran sus vuelos
impertinentes los que me azuzaban una y otra vez os ojos, los agujeros de la
nariz, los oídos. Ella y miles de sus compañeras que revoloteaban alrededor
mio, formando una nube espesa que apenas dejaba ver el sitio por donde pasaba.
Sólo de vez en cuando se abrían en un hueco para dejarme ver una escena
cotidiana de una historia que no conocía, o que no recordaba, pues siempre
había algo de familiar en todo aquello que había visto.
En una de esas escenas vi un televisor
en el que estaban poniendo una película. Unos policías tenían acorralado a un
secuestrador que tenía a una mujer de rehén. La apuntaba con una pistola
directamente a la cabeza. Los mediadores hablaban con él para intentar que
desistiera, pero el secuestrador estaba cada vez más nervioso. Los
francotiradores se habían colocado en las azoteas, pero la altura y la
frondosidad de los árboles no permitían una buena visión del objetivo y
colocados en los pisos inferiores no tenían buen ángulo. Pude escuchar donde
estábamos: era un banco de la calle Alberto Aguilera, en el centro de Madrid.
Conocía ese banco. Era el banco con el que trabajábamos. El secuestrador empezaba a alterarse, gritaba
algo. Noté una gran presión en el pecho. Alguien tiraba de mí. En ese momento apretó
el gatillo. Los sesos de la pobre salieron desperdigados por todo el escenario
lo que llenó de estupor a todos los espectadores. ¡Oh, Dios mío! ¡Ahora
recuerdo! Allí estaba nuestro banco, allí fue ella ese día. Y sí, ella era el
rehén. En la siguiente escena, el secuestrador estaba en un callejón, de
rodillas, alguien le estaba apuntando a la cabeza. Y él lloraba, suplicaba,
“por favor, no dispares”. Y la voz en off dijo: “lo mismo te pedía aquella
chica”. Y sonó un disparo.
Quizás me lo pareciera o que no hubiera
reparado nunca en tantos detalles del edificio, pero aquella escalera empezaba
a parecerme desconocida. Quizás por haber utilizado tantas veces el ascensor, o
por estar demasiado borracho para haberlo visto. Por cierto, el ascensor. No
había reparado antes en él, subía y bajaba constantemente. Cosa extraña, pues ese
era un edificio de oficinas, y aquellas horas no eran a las que habitualmente
se trabajaba. No había viviendas. ¿Entonces?
Una nueva escena llamó mi atención. En
uno de los apartamentos había un siquiatra. Tendido en su diván estaba un
hombre. El siquiatra le dijo una frase que llenaba la escena y que marcaba un
ritmo tétrico: “mientras no asumas lo que pasó no podrás seguir avanzando”. En
ese momento el hombre me dirigió una fugaz mirada que apenas duró una fracción
de segundo, pero que me pareció durar toda la vida. Y algo de familiar vi en
él, yo conocía a ese hombre, pero, ¿de qué le conocía?
Seguimos bajando. Y algo me parecía ya
extraño, pues el edificio no tenía tantos pisos. Y en cada piso una escena, los
mismos personajes, otros momentos. La pareja de novios, el niño que lloraba, el
adolescente, los policías, el siquiatra. Todo se iba repitiendo una y otra vez,
con distintos motivos, en distintas situaciones. Tenía que averiguar lo que
estaba pasando y empecé a fijarme en detalles del edificio. Curiosamente me
había fijado varias veces en el mismo florero, las mismas flores, la misma
composición. Ahora me fijé en el ordinal del piso. Y seguimos bajando. En el
piso inferior, después de las escenas, me fijé que allí estaba el florero, y
que el ordinal del piso era el mismo que el de arriba. Entonces retumbaron las
palabras del siquiatra en mi cabeza: “mientras no asumas lo que pasó no podrás
avanzar”. Pero, ¿Qué pasó? ¿Qué es lo que tengo que asumir? “Continúa”, dijo
una voz detrás de mí. Es cierto, me había detenido.
No me había fijado antes por la
sencilla razón de que estaba pendiente de la estela que iba dejando Olvido
delante de mí para poder avanzar, pero empecé a mirar, a aprender de lo que me
mostraban. Y en todas las escenas había algo que me parecía tremendamente
familiar, y era ese niño, el adolescente, el policía, el paciente del
siquiatra, todos me resultaban conocidos. ¿Quiénes serían? ¿Quizás es el
recuerdo de alguna película, de alguna historia, de alguna novela? ¿Habría
perdido definitivamente la cordura? No lo sé. No lo supe entonces y tampoco lo
sé ahora. Sólo sé que de alguna manera tenía que encontrar la forma de salir de
aquel laberinto de eterno retorno, de dar sentido a las palabras del siquiatra:
“mientras no asumas lo que pasó no podrás avanzar”. Pero, ¿qué pasó?
Traté de recordar. Los momentos
anteriores a esto, los momentos desde que entré en del despacho, el sofá, todo
estaba oscuro, el ruido de la calle, sus luces. Recuerdo la pistola, un
pensamiento. Recuerdo al casero, su nota, el ambiente del bar. La soledad de la
calle, la luz de las farolas. Y otra vez la pistola en mis manos. El ruido del
timbre, el resplandor del pasillo. A Olvido. Sin duda ahí estaba la clave de
todo, en Olvido. ¿Quién era ella? Me fijé de nuevo en todos los detalles, una y
otra vez, de alguna manera tendría que encontrar la pieza clave para que todo
aquel puzzle cobrara sentido. El niño llorando sobre su madre muerta, el
adolescente pintando escenas demoniacas como un poseso, el policía, el enfermo,
la rehén. ¿Dónde estaba el nexo de unión de todo aquello? ¡Claro! ¿Por qué no
había caído en eso antes? Yo soy la pieza clave de ese rompecabezas. Pero, ¿qué
pinto yo en todo esto?
Todo empezaba ya a parecerme extraño.
Era un ambiente distinto al que había vivido hasta entonces. Y una y otra vez
mis pensamientos iban y venían de mi cabeza. Todos con un factor común
denominador: ¿qué estaba pasando?
Y de repente lo vi todo claro. O a mí
me lo pareció. Definitivamente la bala de mi pistola había salido de la
recámara. ¿Te imaginas por qué?
Todo cambió en ese preciso momento. La
lentitud y la estabilidad que mi cuerpo había tenido hasta ese momento se perdieron
en un tobogán oscuro. Continuamente subía hacia abajo o bajaba hacía arriba,
había perdido el sentido de la orientación y del equilibrio, pero una pequeña
luz en la lejanía había llamado me atención creando una penumbra que iba cada
vez más y más en aumento. Y entonces vi todas aquellas caras, brazos, cuerpos
que surgían de aquella especie de túnel y que me agarraban, que me imploraban
que las llevase conmigo, pero detrás de mí, como una especia de escolta, unas
sombras negras las apartaban de mi camino. La luz cada vez era más intensa,
haciendo desaparecer todas aquellas tinieblas. Y en medio de aquella luz una
figura que me resultaba familiar, una persona, alguien amado, era ella, por fin
volvía a verla, a estar con ella. Me llené de felicidad, de alegría, por fin
había hecho algo bien. Pero ella no estaba alegre, me mostraba su rostro más
triste. Y mi escolta me alejó de ella. Pero no sentí nada, asumí que pronto
volvería a verla. ¡Qué equivocado estaba!
Entonces todo estuvo más claro. No reparaba
en aquellas cosas que me habían llevado allí, y sin embargo, sabía que estaban
presentes. Llegamos a un sitio de algo que me pareció agua y me hicieron
atravesar al otro lado, había una sensación de quietud, de tranquilidad. Jamás
había sentido nada igual. Nada me preocupaba ya, se acabaron los problemas, los
ruidos. Y no puede por menos de dibujar una leve sonrisa. Parece que
definitivamente todo tiene una salida. Pero en el otro lado…
Oscuridad, otra vez oscuridad, y un
continuo zumbido, molesto, irascible, todo estaba otra vez lleno de moscas que
entraban y salían de mis orificios corporales. Toda esa sensación de humedad,
de frio, de miedo, de hambre. Todo junto otra vez. Otra vez aquellas moscas que
entran y salen, despreocupadas, pero ¿porqué no se preocupan? ¿Cuál es su
secreto para ser tan felices si se alimentan de carroña? ¿Quizás sea eso?
A veces me hubiera gustado crear una
obra maestra con la que pasar a la posteridad, haber sido un genio como Miguel
Ángel, o como Da Vinci, de quienes hasta sus esbozos son considerados obras
maestras. Pero la vida me llevó por otros caminos y no hubo oportunidad. Sin
embargo, desde pequeño tuve un don, una especie de sexto sentido que me daba la
ventaja de conocer las cosas que no estaban a la vista de todos. Y por eso me
hice policía. Pensaba que podía utilizar ese don para luchar contra los malos,
hacer de este mundo un lugar un poco mejor. Sin embargo, fallé. Perdí la placa,
el trabajo y el respeto de mis compañeros. Ahora me toca malvivir encontrando a
gente desaparecida, descubriendo a maridos infieles, o destapando algún fraude
al seguro sanitario. Bueno, de algo hay que vivir. El oficio de detective
privado no deja de ser un trabajo como cualquier otro. Aunque no sé a quien
quiero engañar.
FIN.