No sé qué es lo que siento últimamente. He tratado de
meditarlo, de convencerme de que no es real, que son los pájaros, las tablas de
la casa, el viento, o quizás algún tímido ratón que escaba por alguna rendija
después de afanar un pequeño tesoro en forma de grano de maíz. No lo sé. Pero
ahí está.
Y sin embargo, lo siento. Sé que está ahí, observando,
detenido en una fracción de espacio-tiempo, en un lugar-nolugar que existe
entre este mundo y el otro, en medio del Puente, esperando. Y sopla el viento.
Sus ojos, fijos en mí, esperan. Es ese instante previo a
decir algo, a explicar el sentido de su presencia. Es ese querer decir a tan
cámara lenta que ha de pasar una eternidad hasta que transmita su mensaje,
hasta que sus palabras salgan de su boca, una boca que nunca ha de abrirse.
Sólo sus ojos dicen lo que su boca calla.
Después bebo. Bebo para dar una razón a aquello que no puedo
comprender estando sereno, que no puedo explicar desde la razonada mentalidad
del ser escéptico, del incrédulo. Pero
sigue ahí, esperando, sin prisa. Parado en el umbral de la puerta. Sus manos
cruzadas delante de él. Mirando. Oculto entero tras su traje negro.
Y todas las noches el mismo sueño. Camino por Madrid, y
entro en el metro. Junto a mí baja las escaleras mi fiel amigo, mi carcelero. Y
montamos en el vagón vacío, frio, yermo. Nosotros solos, ningún otro cuerpo. Y
el tren entra en el túnel, raudo y en silencio. A derechas e izquierdas se
retuerce con el crujir reumático de las traviesas, corre sin frenos. El túnel
se estrecha, y el tren queda quieto. Y
mi amigo, sin palabras, me dice: “Final de trayecto”.
No sé lo que es, ni siquiera si es cierto. Quizás sea mi
mente, perturbada por el continuo traqueteo de noticias desagradables, del
constante bombardeo de vulgaridad ociosa, o del ostracismo pertinaz de la noche
eterna que no llega. Pero existir, existe, lo sé. Lo he visto. Lo veo.
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